“Como continente que pasó de la devastación a ser una de las economías más poderosas del orbe, que cuenta con los sistemas sociales más progresivos, que es el mayor donante de ayuda del mundo, tenemos una responsabilidad especial frente a millones de personas necesitadas.”

Esta frase fue pronunciada por el entonces Presidente de la Comisión Europea José Durao Barroso en el discurso de aceptación del Premio Nobel de la Paz concedido a la Unión Europea en 2012.

Sin embargo tres años después de que estas palabras fueran pronunciadas con el asentimiento de los Primeros Ministros presentes en Oslo aquel 10 de diciembre las imágenes de miles de personas intentando entrar en esta Unión Europea no parecen muy coherentes con esa responsabilidad referida en el discurso.

Europa está asistiendo a la mayor crisis humanitaria desde la Segunda Guerra Mundial. Miles de personas se agolpan en nuestras fronteras, miles son rescatadas prácticamente a diario en el Mediterráneo, el mar cuna de nuestras culturas que hoy se asemeja a una fosa común para quienes huyen de la guerra, la violencia y la pobreza.

Huelga decir que las instituciones y gobernantes europeos se encuentran totalmente desbordados no solo por la cantidad de personas que se agolpan ante nuestras fronteras sino, lo que es realmente grave, por la ausencia de un discurso común y el incumplimiento del derecho de asilo.

Quienes llaman a nuestras puertas son personas que huyen de guerras y conflictos en los que sufren persecuciones y que ponen en peligro real sus vidas y derechos fundamentales. Y la respuesta europea es lenta e insuficiente. 

No se trata de ser solidarios o caritativos. La acogida de refugiados está contemplada en el Derecho Internacional. Los Estados están obligados a asistir a las poblaciones más necesitadas y utilizar gases lacrimógenos, pelotas de goma o simplemente pedir que no se realicen rescates en alta mar no solo constituyen actos de falta de humanidad, sino violaciones de las leyes de las que nos hemos dotado como comunidad internacional.

Como ciudadana europea me duele y me abochornan las imágenes de padres y madres cuyos rostros reflejan el dolor, el sufrimiento y la angustia de quienes han abandonado todo por algo «tan simple» como salvar su vida y la de sus hijos e hijas siendo conscientes de que su Ítaca-Unión Europea no se lo va a poner fácil, más bien al contrario. En su situación yo también cruzaría el Mediterráneo o las vallas de espino de Macedonia.

Escuchar a estas personas decir que nada puede ser peor que lo han dejado en su país de origen debería servir no solo para que los gobiernos europeos se sienten a estudiar programas y medias de acogida sino para repensar el papel de la Unión Europea en la política internacional, en la resolución de los conflictos y la pobreza que generan el desplazamiento de miles de personas.

Hace años que Europa no termina de encontrarse a sí misma y es precisamente en la cultura de paz, la defensa de los derechos humanos y el desarrollo donde debería encontrarse y donde la anhelan quienes lo dejan todo por llegar a ella.

Concluyo con otro extracto del discurso de recepción del premio Nobel de la Paz. “El compromiso concreto de la Unión Europea a escala mundial está profundamente marcado por la trágica experiencia que para nuestro continente han supuesto los nacionalismos exacerbados, las guerras y la Shoah, encarnación suprema de la maldad, y se inspira en nuestro deseo de evitar que vuelvan a cometerse los mismos errores.”

Que así sea.

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