Levantamos muros para demarcar nuestra propiedad, para acotar nuestra privacidad, nuestro espacio, ése al que solo permitimos entrar a nuestros elegidos, a aquellas personas con las que los queremos compartir.

Lo mismo motiva la creación de los otros muros, los que dividen territorios, para protegerse o para defenderse, según quién hable.

Este 9 de noviembre celebramos los 25 años de la caída del muro de Berlín, aquella noche inolvidable en la que fuimos testigos de escenas ante las que era imposible no emocionarse. Testigos de la historia, de un fin de época.

Un muro levantado en una noche de agosto y que durante 28 años fue el símbolo de la vergüenza, Schandmauer, para separar o para proteger, en el fondo da lo mismo. Cuántas vidas perdidas, rotas, cuántas historias fallidas, familias, amistades, amores…

Podríamos pensar que las personas aprendemos de la experiencia, pero la propia experiencia nos demuestra que no es así. La humanidad continúa levantando muros y vallas. Entre Israel y Palestina, entre Estados Unidos y América Latina o entre España y África. Muros entre quienes creen que tienen que protegerse, que tienen algo que proteger de aquellos que no están invitados a entrar.

Muros físicos y muros que no se ven pero que existen y cumplen su papel de separador y que como dijo Willy Brandt [las barreras mentales] por lo general perviven por más tiempo que las de hormigón.

Muros al fin y al cabo. Muros que derribar. Muros que no deberían haberse levantado.

@CarlotaMerchn

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