Bastaba un breve intercambio de palabras con Máximo Cajal para saber que estabas ante una gran persona. Una persona de esas a las que no te atreves a tutear, no por temor o distancia, sino por el enorme respeto que generan y lo humilde que te sientes a su lado.
Se ha ido un hombre comprometido con los derechos humanos y la justicia sin importarle el precio que por ello tuviera que pagar. Y lo pagó. De hecho, a punto estuvo de hacerlo con su propia vida durante el asalto, aún no resuelto, a la Embajada española en Guatemala en enero de 1980.
No hace mucho que leí el libro en el que relataba lo vivido durante el asalto a la Embajada y lo que pasó después. Y mi admiración por este hombre no hizo sino crecer. Igual que la pena, porque creo que fue injustamente tratado, vilipendiado por ser fiel y leal a sus principios, valores e ideas, por no dejarse seducir a los cantos de sirena del poder.
Abiertamente socialista, coincidí con él en la presentación del último libro de Felipe González, días antes de un viaje a Guatemala. Me sentí mal, lo confieso, cuando vi la niebla que cubrió su mirada cuando le comenté de mi viaje. Recuerdo que, apesadumbrado, me dijo que igual tenía que volver, “por lo del juicio, ya sabes”.
En un mundo tan complejo, en el que las relaciones internacionales no suelen aplicar la cláusula de derechos humanos, la existencia de diplomáticos como Máximo Cajal inspira respeto y esperanza en que hay personas que marcan la diferencia, que dejan su impronta por donde pasan y huella en quienes tienen el honor de conocerlas.
@CarlotaMerchn
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